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Thread Name: Laguna fría (historia de terror)
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Edo 12321
En Argentina, como en todo el mundo, existen pueblos y comunidades que viven al margen de la sociedad actual; los clásicos pueblos fantasmas que cuentan con un sinfín de leyendas aterrorizadoras que suelen ser parte del imaginario colectivo de un determinado grupo social. Aunque a veces, como dicen, la realidad supera la ficción y nos encontramos con qué los hechos más escalofriantes son completamente ciertos.
Al sur de la provincia de San Juan, en la región cuyana, existe una pequeña población olvidada llamada Laguna Fría. Ésta diminuta localidad se encuentra a aproximadamente 110 kilómetros de la capital provincial y no cuenta con servicio de energía eléctrica ni tampoco con una red de agua potable, lo cual genera algunos problemas entre los sesenta habitantes que se dispersan a lo largo de diez casas en un radio de mil cuatrocientos metros.
A pesar de tener un antiquísimo equipo de comunicación radial, carecen de baterías u otras formas viables de ponerlo en marcha, por lo cual pasan la mayor parte del año completamente aislados. Esto podría generar algunos inconvenientes con respecto a la justicia, más nunca tuvieron problemas que requiriesen de una ente similar. Bueno, sólo existió un momento de terror, que ya parece haber quedado muy atrás en la historia.
A los nueve años de edad, Manuel Olivares era uno de los cinco niños que concurrían en 1996 a la improvisada y precaria escuela del lugar, montada y llevada a cabo por los propios papás de los niños en sus momentos libres. Era un joven estupendo, según solían comentar sus padres, aunque padecía de una psicosis muy profunda; fue eso lo que llevo a la familia Olivares Medina a abandonar su cómodo departamento en Caucete –también parte de San Juan-.
A pesar de tener algunas teorías al respecto, los padres desconocían el origen de tan intrincada enfermedad, aunque llegado al caso eso no les interesaba en lo absoluto ya que creían tener toda controlado. En un principio asumieron que no era nada benigno, suponían que muchos niños pasan sus tardes libres destripando y jugueteando con los restos de aves, aunque la noche del 13 de octubre descubrieron –tarde- que había algo más. Los ojos de Manuel ocultaban algo detrás de la eterna inocencia de los niños.
Cerca de las diez de la noche el por entonces joven de quince años tomó uno de los cuchillos más grandes de la cocina (con el que la señora Olivia Medina, la madre, solía cortar el ternero en Navidad) y acribilló a sangre fría a toda su familia. “Fue Natasha quién me obligó, yo no tenía intención de hacerlo”, masculló más tarde el chico ante Ricardo Nuñez mientras un río de lagrimas se vertían por su rostro. Nadie sabía qué hacer con el huérfano y por eso desligaron la responsabilidad al señor Nuñez; él solía tomar las decisiones más fuertes.
Finalmente decidieron, a causa de la falta de comunicación con la civilización en esa época del año –las baterías generalmente las usaban a fin de año, y llegaban al almacén “Bonnes choses” para esa fecha-, mantener al muchacho en cautiverio hasta que el pudiesen contactar a las autoridades. Lo alimentaron dos veces al día con las sobras –y algo más- de las casas y le proporcionaron algunos juguetes desvencijados para que pudiese afrontar la soledad. Sin dudas era una idea controvertida, pero aparentemente no tenían otra alternativa.
Las primeras tres semanas y media transcurrieron casi de maravilla, a excepción de las extrañas actitudes de Manuel: se replegaba sobre sí mismo, sin hablar con nadie, hablar a solas y mantener una posición fija durante más de un día. “No nos vamos a preocupar por él, es sólo un loquito que imagina cosas”, se oía cada vez más a menudo en el pueblo; la gente ya no le tenía compasión y poco a poco comenzaron a escasear las –poco- generosas donaciones de alimentos. Fue entonces cuando todo el esfuerzo de Javier Nuñez cayó en picada.
Pasaron tres días sin que el prisionero comiese más que una figaza de pan por la mañana y una taza de arroz por la noche, lo cual deterioró notablemente su salud. Naturalmente, el joven sintió la falta de alimentos y no tardó en manifestar su malestar; gritaba todo el día sin dejar que los vecinos más cercanos pudiesen disfrutar de la apacible y cotidiana tranquilidad, además de chocar su cuerpo repetitivamente -y hasta con un ritmo inusualmente perturbador- contra las paredes de la habitación, de su prisión.
El año nuevo, y con él las baterías para la radio, los encontró en una situación muy precaria. El pueblo estaba completamente dividido en dos grupos: los que querían muerto a Manuel, y los que confiaban en qué esperar a la policía de la provincia era la mejor opción. A pesar de la fragmentación de opiniones, Nuñez seguía llevando el control de todo e hizo todo lo que pudo para mantener las aguas calmadas. Pero en el fondo él también quería deshacerse del problema, por eso, y en cuanto tuvo la oportunidad, contactó por radio a la dependencia de San Juan y pidió encarecidamente que un grupo de policías capacitados acudiese inmediatamente a la zona.
Sin dudas había problemas, tal vez serios, que resolver en aquel lugar, pensó el comisario Daniel Rodríguez cuando recibió el mensaje. Pero nunca se imaginó que realmente se tratase de algo tan serio. De hecho le costó mucho creer en lo que pasaba incluso después de ver los cuantiosos estragos en el pueblo, una semana después del llamado.
Los uniformados llegaron al sitio la mañana del sábado 14 de diciembre y se encontraron con un horrible festín sangriento. Lo que encontraron allí era comparable con la más perversa y visceral película de horror gore: casas decoradas con intestinos y tripas, cabezas degolladas colgadas sobre los picaportes de las casas y extremidades humanas esparcidas por los, en ese momento, extensos límites del pueblo, entre otras pavorosas excentricidades. Lo único destacable que encontraron fue un enorme y polvoriento libro que contenía los sucesos más importantes que acontecían día tras día, gracias al cual comprendieron el sanguinolento escenario.
Lo que pasó en Laguna fría la noche del viernes 13 de diciembre nunca se sabrá exactamente, el único que podría responder preguntas es una persona sin rostro que en este mismo momento se puede estar paseando por cualquier lugar. Puede ser el panadero al que visitas casi diariamente, el cartero que te visita cada algunos días o una de las personas que te cruzas diariamente en la calle. Al fin y al cabo, ¿los conoces bien a todos ellos?