Traigo el primer capítulo de mi fan-fic: Crush. Lo publiqué en Pokéforos primero porque (sin ánimo de ofender) allí se comentan más los fics. De todos modos, allá va.
Pronto elaboraré una pequeña "contraportada", aunque no será definitiva ya que me quedan muchísimos cambios por hacer.
Ah, y hay muchísimos errores (amos en lugar de ambos, parto en lugar de parado) así que no los corrijan xD
Capítulo I: asonancia.
MIENTRAS SONABA ESA PIEZA del antiguo Juke Box que tenía, ya había apretado muchas veces el gatillo. ¿13? Quizás 14 veces. No importaba. El caso era que tenía que cambiar muchas cosas en la casa. Muebles, cuadros y otros objetos decorativos. ¿En qué pensaba? Tenía que divertirse, ¡Por Dios! Di-ver-tir-se. Nada de cuadros. Podría haber seguido pegándole tiros. Indefinidamente. Pero, lamentablemente, no le quedaban balas. Qué pena. Ni si quiera se había parado a pensar en el pasado del tipo al que había matado. A lo mejor era alguien famoso. Pero las balas, ya se le habían acabado. Balas. Bah. Le repugnaba en el ser poco objetivo en el que se había convertido. Ya no seleccionaba a la gente, no la escogía tan meticulosamente. Y eso era lo que le quitaba el aburrimiento. Mataba el tiempo, simplemente: y no solo el tiempo. De todas formas, lo importante era que se había divertido; y si algo te gusta, tienes que seguir haciéndolo, demonios.
No pudo contener una risa. Sí, eso era lo que debía hacer: reír. Porque en estos casos no se puede hacer más que eso. Era una situación un poco incómoda. Pero estaba claro que tenía que cambiar los cuadros. Sí, cuadros y televisor. La casa era muy grande.
Quién sabía quién era el antiguo propietario. ¿Un hombre de negocios? Podía ser. Algunos detalles lo revelaban. Por ejemplo, el escritorio de ébano y la caja fuerte detrás de ‘El grito’ de Munch. Siempre le había apasionado el arte. El único defecto que su personalidad tenía era que solía tener algunos ataques de ira, nada más. Oh, y la música... la música era otra de sus pasiones ‘secretas’. Sí, era un hombre como dios mandaba. Un hombre -lo que se puede decir ‘hombre’- no del todo; pero con sus 16 años de edad demostraba una gran independencia. Sí. Sus padres fallecieron en un accidente de coche, terrible. Pero no quería recordarlo. El hecho de pensar en lo grotescamente horrible y en la muerte le gustaba muchísimo. Le producía escalofríos. Eran las 3 AM. Hora de irse a dormir, suponía. Eso suponía.
Capítulo II: teorías.
SE ESCUCHÓ UN GOLPE muy fuerte y seco. Impacientes espectadores, la mayoría padres y madres hartos de ver un insignificante partido de béisbol de la liga juvenil de un instituto le instaban a correr más rápidamente. El caso es que no podía. Demonios, no debería haberse quedado de pie hasta las tres de la madrugada. Y tendría que haber desayunado algo, no un mísero cappuccino. Estaba más irritable que nunca. ¿Cómo podía ser que le exigieran tanto, con tan solo quince años? Era extraño. Estaba claro que si quería alcanzar el Tokio Dome, debía esforzarse al máximo. Mientras esa oleada de pensamientos le atravesaba con fuerza amos lados de la corteza cerebral, había llegado hasta la última base. Parecía que el café había servido de algo. Gracias a Dios, lo había conseguido; no, mejor dicho, gracias a su voluntad. ¿Para qué atribuir a Dios algo que no es suyo?
En el altavoz del campo resonaba la palabra “Home run”, cosa que le producía una felicidad extrema. Más que aplausos había gritos de gente afónica que le halagaba por haberles regalado el pase de vuelta a sus sofás. De todos modos, llegaba Miyako.
-Daisuke, ¡Lo conseguiste!
Le gustaba que le llamara por su nombre completo, cosa que sólo sucedía cuando hacía algo grande. Ahora debía besarla, en teoría, pero tanto esfuerzo no le daba ganas ni de eso.
-Sí… por fin; me pareció que querías ir a tu casa para ver otra de esas series en la televisión que tanto te gustan. Te acompañaré. Ah, y debo darte las gracias por…
Le besó. Quizás él también quería besarla. Bueno, quería ahorrarse la descripción mental de ese momento. Él tenía un defecto, y era que nunca dejaba hablar a los demás. Pero parecía que a Miyako le gustaba. Era guapa, alta, pelo castaño, ojos de igual color. La chica ideal, pensaba.
-Suke, debo darte las gracias por el ramo de flores que dejaste en mi puerta. ¡Qué detalle! Estás hecho todo un caballero.
¿Ramo de flores? No se acordaba. ¿Caballero? Sí, un caballero sin corcel. De todas formas, era mejor disimular que sí lo había dejado. Podía deducir que si había un ramo de flores, los bombones no podrían haber faltado.
-Y, ¿te gustaron los bombones?
Momento de silencio. “Mierda”, pensó él.
-Sí, ¡me gustaron mucho!
Sabía que habría acertado. Pero con el silencio, pensaba que había roto completamente la relación. De todos modos, debía averiguar quién dejaba los ramos de flores en la puerta de su chica. Había hecho un esquema mental en su cabeza con los posibles autores del “delito sentimental”.
Pero era hora de subir a las gradas para ver qué hacían sus padres y su hermano. Sí, se había olvidado de ellos. Completamente. Eso era lo que pasaba cuando se tenía novia.
Capítulo III: acción.
HARÍA ALGO que nunca había hecho. El impulso era irrefrenable. Sentía que algo corría por sus venas. Y no era una sensación cualquiera, no. Era como si una fuerza superior le empujase a cometer un acto que, desde su punto de vista, era algo normal y necesario, pero que alguien en su sano juicio habría considerado el peor de los pecados. Algo propio de un perturbado, un inadaptado sádico y enfermo. Pero era un pasatiempo, nada más. Al fin y al cabo, ¿qué contaba la vida de alguien comparada a la de siete mil millones de personas? Nada. La suya, sin embargo, sí importaba. Decidía sobre los demás. ¿Era eso bueno? Él creía que sí. De todos modos, tenía que asesinar a alguien más. El homicidio era algo que siempre le había atraído. Tenía un plan que debía repasar.
Estaría en Marunoichi, el distrito financiero más próximo en Tokyo sobre las doce y media del mediodía. Su objetivo era Nibori Sato, un gran industrial japonés que, entre otras cosas, era inmensamente rico. En el bolsillo de la americana que llevaba, tenía una moneda, y, en un maletín, una Colt 45 cargada. Allí empezaba la acción: tras entablar conversación con él, debía dar un nombre falso, por ejemplo, Katashi Tanaka. Acto seguido, tenía que convencer a la víctima de que era un importante hombre de negocios y conducirle hasta una suite de hotel que había reservado. Lo otro era mera improvisación.
Marunoichi, 12;32 AM
Caminaba por la calle cuando fijó el blanco. Un hombre de mediana estatura, trajeado, con pinta de poseer una gran fortuna; también dedujo que era un industrial, simplemente estaba convencido de ello.
Tras avistarle, debía hablar con él.
-¡Señor Sato!
-Lo siento, no quiero periodistas- contestó Nibori Sato, aquél importante (y poderoso) industrial.
-Le aseguro, señor, que no soy un periodista. Me llamo Tanaka, Katashi Tanaka. Soy abogado, y sé que usted necesita a uno; todos los periódicos hablan de usted como alguien corrupto y materialista.
-Sí, en estos momentos necesitaría a un abogado. El mío falleció antes de ayer. Pero voy con prisas. Lo siento.
-No se preocupe, señor Sato. Sólo tardaremos diez minutos. Podemos conversar en una suite que he reservado en el Hotel Tokyo Palace.
-De acuerdo, señor…
-Tanaka. Katashi Tanaka.
Todo salía como había previsto. Era todo tan, tan predecible. Tanto que incluso le aburría.
Suite 37 del Hotel Palace, 12:46 AM
-Señor Tanaka, no soy alguien que se deja intimidar por la prensa sensacionalista. Por eso no creo necesitar un abogado, créame, estudié derecho y me las arreglaré. Pero déjeme ver su Currículum Vitae y puede que le contrate.
-Por supuesto. Lo tengo en el maletín.
Claro estaba que no tenía ningún currículum allí. Es más, podría decirse que el señor Sato acababa de firmar su certificado de defunción pidiéndoselo. Qué cínico estaba siendo. Y eso le gustaba.
Sacó la Colt 45 del maletín y pronunció las palabras:
-Señor Sato, Nibori Sato. Esto no es un simulacro. Intento matarle. Es un intento de homicidio. Podría dispararle, pero no me gusta ser tan frío.
-¿Qué demonios…?
Entonces Nibori Sato sacó su pistola semiautomática del bolsillo, que llevaba para situaciones así. Sin embargo, nuestro “hombre” le propinó tal patada en la mano que la pistola se le cayó.
-Señor Sato, no intente defenderse. Ahora dígame, ¿cara o cruz?
-¿Qué? – Dijo Nibori Sato.
-Verá, no haga ver que no entiende nada. Sencillamente elija cara o cruz. Si sale su lado, le perdonaré la vida; sin embargo, si sale el mío, le mataré.
El señor Sato rompió a llorar. Entre sollozos, pronunció la palabra “cruz”. A “Tanaka” se le dibujó una sonrisa en el rostro.
Tiró la moneda al aire. Daba muchas vueltas, muchísimas. La moneda habría decidido. Era sorprendente la “sabiduría” de un trozo de metal. Al caer, el lado del número, cruz, apuntaba al cielo. Inmediatamente, al asesino se le borró la sonrisa de la cara y, en su lugar, apareció una mueca de horror.
Estaría en Marunoichi, el distrito financiero más próximo en Tokyo sobre las doce y media del mediodía. Su objetivo era Nibori Sato, un gran industrial japonés que, entre otras cosas, era inmensamente rico. En el bolsillo de la americana que llevaba, tenía una moneda, y, en un maletín, una Colt 45 cargada. Allí empezaba la acción: tras entablar conversación con él, debía dar un nombre falso, por ejemplo, Katashi Tanaka. Acto seguido, tenía que convencer a la víctima de que era un importante hombre de negocios y conducirle hasta una suite de hotel que había reservado. Lo otro era mera improvisación.
Marunoichi, 12;32 AM
Caminaba por la calle cuando fijó el blanco. Un hombre de mediana estatura, trajeado, con pinta de poseer una gran fortuna; también dedujo que era un industrial, simplemente estaba convencido de ello.
Tras avistarle, debía hablar con él.
-¡Señor Sato!
-Lo siento, no quiero periodistas- contestó Nibori Sato, aquél importante (y poderoso) industrial.
-Le aseguro, señor, que no soy un periodista. Me llamo Tanaka, Katashi Tanaka. Soy abogado, y sé que usted necesita a uno; todos los periódicos hablan de usted como alguien corrupto y materialista.
-Sí, en estos momentos necesitaría a un abogado. El mío falleció antes de ayer. Pero voy con prisas. Lo siento.
-No se preocupe, señor Sato. Sólo tardaremos diez minutos. Podemos conversar en una suite que he reservado en el Hotel Tokyo Palace.
-De acuerdo, señor…
-Tanaka. Katashi Tanaka.
Todo salía como había previsto. Era todo tan, tan predecible. Tanto que incluso le aburría.
Suite 37 del Hotel Palace, 12:46 AM
-Señor Tanaka, no soy alguien que se deja intimidar por la prensa sensacionalista. Por eso no creo necesitar un abogado, créame, estudié derecho y me las arreglaré. Pero déjeme ver su Currículum Vitae y puede que le contrate.
-Por supuesto. Lo tengo en el maletín.
Claro estaba que no tenía ningún currículum allí. Es más, podría decirse que el señor Sato acababa de firmar su certificado de defunción pidiéndoselo. Qué cínico estaba siendo. Y eso le gustaba.
Sacó la Colt 45 del maletín y pronunció las palabras:
-Señor Sato, Nibori Sato. Esto no es un simulacro. Intento matarle. Es un intento de homicidio. Podría dispararle, pero no me gusta ser tan frío.
-¿Qué demonios…?
Entonces Nibori Sato sacó su pistola semiautomática del bolsillo, que llevaba para situaciones así. Sin embargo, nuestro “hombre” le propinó tal patada en la mano que la pistola se le cayó.
-Señor Sato, no intente defenderse. Ahora dígame, ¿cara o cruz?
-¿Qué? – Dijo Nibori Sato.
-Verá, no haga ver que no entiende nada. Sencillamente elija cara o cruz. Si sale su lado, le perdonaré la vida; sin embargo, si sale el mío, le mataré.
El señor Sato rompió a llorar. Entre sollozos, pronunció la palabra “cruz”. A “Tanaka” se le dibujó una sonrisa en el rostro.
Tiró la moneda al aire. Daba muchas vueltas, muchísimas. La moneda habría decidido. Era sorprendente la “sabiduría” de un trozo de metal. Al caer, el lado del número, cruz, apuntaba al cielo. Inmediatamente, al asesino se le borró la sonrisa de la cara y, en su lugar, apareció una mueca de horror.