Espero que os guste... Y que os de algo que pensar.
“Hey, ¿conoces la leyenda del otro lado del arcoiris?”
“…No”
“Dicen que si corres hacia donde nace un arcoíris, y lo cruzas hacia el otro lado, llegarás a un mundo nuevo… donde está la fuente de la felicidad”
“¿Ah, sí?”
“¿Iremos algún día juntos?”
“Bueno…”
“Cuando notes algo diferente, una señal en esos siete colores… iremos los dos juntos hacia el otro lado del arcoíris. ¿Me lo prometes?”
“Sí.”
Han pasado ya 10 años desde que hice esa promesa con Hyouko.
Una promesa que nunca pude cumplir.
¿Qué iba a saber yo? Era solo un juego de niños… una aventura soñada en cuentos de hadas venida a más. Una fantasía, como las que todo el mundo habrá tenido de pequeño, con dragones y princesas y brujas malvadas.
Ese tipo de recuerdos de tu niñez que suelen olvidarse. Cosas intranscendentes, que incluso podrías haber olvidado a la semana de hacer esa vacía promesa. Palabras que se quedaban en el aire. Sueños que eran arrancados de tu mente inocente e infantil por la recién llegada madurez, que devastaba toda la infantilidad que albergaba tu alma para atormentarte con “problemas de adultos”.
Pero a mis 17 años ya cumplidos, no había olvidado la promesa de la chica de ojos verdes.
Mis ojos se desviaron hacia el dedo meñique de mi mano derecha. Aún recordaba el tacto de su pequeño y frágil dedo entrelazándose con el mío en señal de promesa irrompible. Cerré el dedo, como tratando de agarrar de nuevo el ajeno, aun sabiendo que no iba a tocar nada más que aire.
La ventana sólo me dejaba ver una mañana gris ahogada por la fría lluvia que empañaba los cristales. Unos tímidos rayos de sol intentaban imponerse sobre los enormes y oscuros nubarrones que negaban al astro rey iluminar el día como estaba acostumbrado a hacer. Un suspiro se escapó de mis labios, melancólico y tenue.
Hyouko…
Nunca pude ir a buscar el otro lado del arcoíris con ella. El día en el que prometimos atravesar la frontera entre este mundo y el que se encontraba oculto tras el nacimiento de los mágicos siete colores fue el último día que la vi.
Un fatal accidente de tráfico se llevó su vida. A la edad de 7 años.
Recuerdo perfectamente ese día… Era un día lluvioso, como el de hoy. Viene a mi memoria el momento en el que mi madre, dirigiéndose a mí con tono lastimero, se agachó hasta ponerse a mi altura y me dio la noticia. Su mirada era triste, y sus palabras compasivas. Sonreía amargamente mientras me abrazaba.
“Takumi… Hyouko-chan… ha tenido un accidente de tráfico con su familia… la lluvia hizo que el coche resbalara en el asfalto y… ya no volverás a verla”
Recordar esas palabras hizo que, una vez más, justo como hace 7 años, mi corazón volviera a pararse durante un segundo. No articulé palabra. El dolor que se había clavado de golpe en mi alma como una estaca me había enmudecido por completo. Mi madre me abrazó fuertemente. También aquella fue la primera vez que vi llorar a mi madre, pues la madre de Hyouko y ella eran hermanas… por lo que deduje que su madre también había…
Muerto. La palabra cayó sobre mi conciencia como una losa de piedra que cae sobre los hombros de alguien. Lo sabía, pero hasta ese momento no le había dado esa denominación.
Hyouko había MUERTO.
Muerto. Estaba muerta. Cadáver. Fuera de este mundo.
Ahogué un grito en mi garganta y mordí mi labio. El yo de 7 años se liberó del abrazo de su sollozante madre y salió corriendo hacia la puerta de casa, ignorando los gritos de su madre, que le prohibían hacer lo que estaba a punto de hacer. Aunque debió suponer que era normal, pues no puso demasiado ímpetu en detener al niño en que saliera a la calle.
Corrí y corrí. Tanto como mis pequeñas piernas me lo permitían. Hacía un par de días me había caído al suelo jugando con Hyouko, y me había hecho bastante daño en la rodilla derecha, pero eso ahora no importaba. Iba a ir a verla.
Las lágrimas que no quise derramar en frente de mamá comenzaron a caer por mis mejillas sin que me diera cuenta. En un primer momento pensé que serían algunas de las gotas de la incesante lluvia que caía sobre mi cuerpecito, pero éstas eran demasiado cálidas como para ser simple agua que se precipitaba condensada desde las nubes. Me costaba trabajo mantener el aliento y coordinar mi acelerada respiración con la desenfrenada carrera contra mí mismo hasta la casa de Hyouko, pero en ese momento no pensaba en nada más que no fuera estar con ella. Convenciéndome a mí mismo de que era mentira, de que mañana íbamos a volver a jugar como solíamos hacer.
Me planté frente a su casa. Pulsé tímidamente el timbre que tan acostumbrado estaba a usar para llamar a mi amiga y salir a jugar.
Nunca tardaba más de un minuto en contestarme con su dulce y alegre vocecita.
Esperé y esperé.
Nadie contestó.
La fría lluvia comenzaba a calar cada vez más hondo en mi cuerpo, pero no me importaba. Poco a poco, el aguacero iba aumentando en intensidad, pero aquello era un mal menor. Quería ver a Hyouko. Eso era todo lo que importaba en aquél momento.
Esperé de pie. Pasaron unas dos horas hasta que mi madre vino a buscarme. Pataleaba y gritaba hasta desgañitarme, diciendo que quería verla. Que no estaba muerta. Que me estaba mintiendo.
Pero tuve que aceptar la realidad, y hacerme a la idea de que no iba a verla más.
Y desde aquél día, odio la lluvia.
La campana de clases me hizo volver a la fecha actual en el tiempo tras mi pequeña escapada a mis recuerdos. Ni siquiera me había percatado de que casi todos mis compañeros de clase ya habían recogido sus cosas y salido del aula. Parpadeé. Estaba algo adormilado.
Al abrir los ojos nuevamente tras haberlos cerrado durante milésimas de segundo, pude notar que mi vista estaba algo distorsionada y mis ojos estaban, de algún modo, calientes.
Me llevé las manos a los ojos. Era lo que me había temido: lágrimas. Nada inesperado, a decir verdad. Ni siquiera me había dado cuenta de cuándo éstas se habían empezado a acumular. Con el puño de la manga del uniforme sequé las furtivas gotas que se habían escapado sin permiso, y eché un último vistazo a la ventana a mi izquierda antes de coger mis cosas e irme a casa.
El sol le había ganado la guerra a los nubarrones y ahora relucía, débil pero majestuosamente. Los rayos de luz blanca se refractaban en las minúsculas gotas de agua que humedecían aún el ambiente, aunque hubieran dejado de precipitarse.
Los pequeños cristales de hielo que se habían formado gracias a las bajas temperaturas fueron el detonante de semejante maravilloso fenómeno que podía apreciar ante mis ojos, abiertos como platos de la mera sorpresa.
Un arcoíris… no, no era un arcoíris normal.
Era la sonrisa de una niña pura e inocente. La sonrisa de un ángel que me miraba desde el cielo. Esperando que cumpliera su promesa.
Hyouko me estaba sonriendo a través de ese arcoíris inverso que rozaba el suelo.
Mi cuerpo se movió solo. No podía esperar más. Era aquella señal.
No cabía duda alguna. Los colores del arcoíris estaban invertidos, empezando desde el violeta, siguiendo con el añil, el azul, el verde, el amarillo, el naranja y el rojo, que acariciaba el suelo que mis ojos podían ver. Ése era el lugar donde debía buscarlo. El otro lado del arcoíris.
Desprovisto de paraguas o cualquier otra forma de resguardarme de la lluvia, caminé despacio, como en trance; mi mente únicamente guiada por el deseo de reencontrarme con la chica, mis pasos y mi lugar de destino sólo dirigidos por unos débiles colores que acariciaban el suelo y me invitaban a tocarlos. Extendía mi mano, pero aún no llegaba… Aún no había llegado. Sólo podía ver la sonrisa de Hyouko enviada desde el cielo a través de esos difuminados siete colores en el cielo.
Ya nada importaba. Ya no podía sentir el frío, ni el cansancio, ni la tristeza, ni la sensación de agobio al pensar que debía ir a mi casa. Sólo importaba ese arcoíris inverso. Mis pasos, que en un principio eran lentos, como sumergidos en una hipnosis apática, decidieron tomar un nuevo ritmo frenético. Comencé a correr. Corrí tanto o más como en aquél día de hacía 10 años. El día en el que perdí a todo lo que me importaba. Y ahora estaba allí, esperándome al otro lado del arcoíris. Sonriendo. Riéndose de mí. ¿Se estaba burlando acaso? ¿Pensaba que no sería capaz de llegar?
“Espérame, Hyouko” murmuré mientras aceleraba el ritmo de mis piernas. Mi mente quedó desnuda. Me deshice de todo lo que ocupaba mi alma. ¿Acaso en ese momento importaba algo más?
Mis padres. Siempre los he querido, como es natural querer a unos padres, pero nuestra relación no fue nunca especialmente buena ni mala. Con mi madre tenía más cercanía que con mi padre, eso sí. Ambos tenían sus cosas buenas y malas, como todo el mundo, pero siempre me lo habían dado todo.
Me olvidé de ellos.
Esa chica, Sayaka. Había perdido la cabeza por ella: desde secundaria llevaba loco por sus huesos. Era preciosa, inteligente y amable: lo tenía todo. Pero nunca me había hecho caso. Había conseguido reunir el valor suficiente para declararme a ella no hacía más de una semana, pero no había sido capaz de darme una respuesta, lo cual me había tenido sin dormir desde entonces.
Me olvidé de ella.
Mis amigos. Ichirou, Kouichi y Takashi. Solíamos salir juntos después de clases. Hablábamos de tías, como es normal a nuestra edad, salíamos por ahí a beber y a hacer el idiota. Los conocía desde hacía bastante tiempo, y no recordaba prácticamente ningún momento en el que no estuviera con ellos. Nuestros lazos de confianza eran estrechos, puros y eternos. Nunca habría traicionado a ninguno de ellos, al igual que ellos a mí tampoco. Les podría entregar mi vida, que sabría que estaría en buenas manos. Nos habíamos apoyado los unos a los otros siempre.
Me olvidé de ellos.
Me olvidé del instituto. Me olvidé de mis vecinos. Me olvidé de esos hijos de puta que se metían conmigo en el colegio. Me olvidé de la música que solía escuchar todo el día. Me olvidé de la buenorra de la profesora de Química. Me olvidé de las páginas porno que solía visitar. Me olvidé de que aquella noche había quedado. Me olvidé de la comida que me gustaba. Me olvidé de lo que había hecho ayer.
Me olvidé de lo que me gustaba.
Me olvidé de mi nombre.
Me olvidé de mí mismo.
Me olvidé del miedo a la muerte.
Solo había una cosa en mi mente.
El arcoíris. Ir hacia ese otro lado.
Y ver a la chica de ojos verdes.
“Hyouko”
“¿Es aquí donde quieres que vaya?”
El viento sopló con fuerza, agitando las hojas de los árboles que había cerca de mí. En cualquier otro momento me hubiera dado cuenta del estruendoso ruido de éstas.
Pero yo no escuchaba hojas. Escuchaba que el viento me susurraba al oído.
“Sí”
Mis ojos se abrieron. Había estado caminando con los ojos cerrados todo ese tiempo. Y sin embargo, no había notado nada. Al ver mis piernas, pude ver que había heridas y rozaduras, probablemente de haberme caído al suelo, pero no me di cuenta hasta que lo vi. No había sentido nada. Mi mente estaba en trance.
Pude ver dónde me encontraba.
El borde de un precipicio se erigía ante mí. Poco me importaba eso. Era secundario. Completamente. Eso no era lo que importaba.
El ansiado arcoíris inverso se mostraba majestuoso ante mis ojos, que sólo podían abrirse como platos ante tal visión. Los colores penetraban en mis retinas como nunca antes los había visto. No solo los veía: los podía oír, oler, saborear en el viento.
Pero aún no los tocaba.
Extendí mi brazo, sólo para comprobar decepcionado que apenas me quedaban un par de centímetros para poder tocar los siete colores. No llegaba. Tendría que acercarme un poco más.
En cualquier otra situación, mi sentido común se hubiera disparado como un loco. No era el único de mis sentidos que percibía el peligro, pues el frío que se precipitaba a mi piel desde la parte de abajo del acantilado y el vacío bajo las puntas de mis pies me intentaban advertir de que huyera. Mi vértigo ya me hubiera prevenido de acercarme tanto a ese lugar.
Pero.
Nada importaba.
“Un poco más, Hyouko… Y podré estar contigo al otro lado del arcoíris”
“Takumi… Te estoy esperando aquí…”
Mis dedos tocaron algo que me recordó al cristal. Y al terciopelo a la vez. Era frío como el hielo, pero caliente como el fuego. Era suave y pinchaba al mismo tiempo. Pero era una sensación maravillosa.
¿Es esto el arcoíris?
La sonrisa de mi cara se vio mojada por las lágrimas que caían por mis mejillas y llegaron a mis labios. “Por fin, Hyouko… Voy a llegar al otro lado del arcoíris… Vamos a estar juntos y ser felices”
Pero, justo cuando estaba a punto de abrazar el sentimiento de libertad y felicidad plena en mi alma, y cuando iba a alcanzar el arcoíris con mi cuerpo entero, atravesando la barrera de los colores con mi alma y ser, caí.
El color, la maravillosa sensación que experimentaban mis cinco sentidos, se desvaneció entre mis dedos. Ya no pude tocar nada.
Mis ojos se cerraron de golpe. Ya no pude ver nada.
El indescriptible y dulce olor que emitía algo que debía ser meramente visual ya no existía. Ya no pude oler nada.
El sabor que despertó la sensación de felicidad en mis papilas gustativas y se extendía por todo mi cuerpo se tornó aire. Ya no pude saborear nada.
El sonido del viento se apagó, o mis oídos se cerraron al mundo, ¿qué sabía yo? No percibía nada de la melodía de los colores. Ya no pude oír nada.
¿No pude oír nada?
Yo no estaría tan seguro.
“Te mentí, Takumi.
No hay felicidad al otro lado del arcoíris”
“…No”
“Dicen que si corres hacia donde nace un arcoíris, y lo cruzas hacia el otro lado, llegarás a un mundo nuevo… donde está la fuente de la felicidad”
“¿Ah, sí?”
“¿Iremos algún día juntos?”
“Bueno…”
“Cuando notes algo diferente, una señal en esos siete colores… iremos los dos juntos hacia el otro lado del arcoíris. ¿Me lo prometes?”
“Sí.”
Han pasado ya 10 años desde que hice esa promesa con Hyouko.
Una promesa que nunca pude cumplir.
¿Qué iba a saber yo? Era solo un juego de niños… una aventura soñada en cuentos de hadas venida a más. Una fantasía, como las que todo el mundo habrá tenido de pequeño, con dragones y princesas y brujas malvadas.
Ese tipo de recuerdos de tu niñez que suelen olvidarse. Cosas intranscendentes, que incluso podrías haber olvidado a la semana de hacer esa vacía promesa. Palabras que se quedaban en el aire. Sueños que eran arrancados de tu mente inocente e infantil por la recién llegada madurez, que devastaba toda la infantilidad que albergaba tu alma para atormentarte con “problemas de adultos”.
Pero a mis 17 años ya cumplidos, no había olvidado la promesa de la chica de ojos verdes.
Mis ojos se desviaron hacia el dedo meñique de mi mano derecha. Aún recordaba el tacto de su pequeño y frágil dedo entrelazándose con el mío en señal de promesa irrompible. Cerré el dedo, como tratando de agarrar de nuevo el ajeno, aun sabiendo que no iba a tocar nada más que aire.
La ventana sólo me dejaba ver una mañana gris ahogada por la fría lluvia que empañaba los cristales. Unos tímidos rayos de sol intentaban imponerse sobre los enormes y oscuros nubarrones que negaban al astro rey iluminar el día como estaba acostumbrado a hacer. Un suspiro se escapó de mis labios, melancólico y tenue.
Hyouko…
Nunca pude ir a buscar el otro lado del arcoíris con ella. El día en el que prometimos atravesar la frontera entre este mundo y el que se encontraba oculto tras el nacimiento de los mágicos siete colores fue el último día que la vi.
Un fatal accidente de tráfico se llevó su vida. A la edad de 7 años.
Recuerdo perfectamente ese día… Era un día lluvioso, como el de hoy. Viene a mi memoria el momento en el que mi madre, dirigiéndose a mí con tono lastimero, se agachó hasta ponerse a mi altura y me dio la noticia. Su mirada era triste, y sus palabras compasivas. Sonreía amargamente mientras me abrazaba.
“Takumi… Hyouko-chan… ha tenido un accidente de tráfico con su familia… la lluvia hizo que el coche resbalara en el asfalto y… ya no volverás a verla”
Recordar esas palabras hizo que, una vez más, justo como hace 7 años, mi corazón volviera a pararse durante un segundo. No articulé palabra. El dolor que se había clavado de golpe en mi alma como una estaca me había enmudecido por completo. Mi madre me abrazó fuertemente. También aquella fue la primera vez que vi llorar a mi madre, pues la madre de Hyouko y ella eran hermanas… por lo que deduje que su madre también había…
Muerto. La palabra cayó sobre mi conciencia como una losa de piedra que cae sobre los hombros de alguien. Lo sabía, pero hasta ese momento no le había dado esa denominación.
Hyouko había MUERTO.
Muerto. Estaba muerta. Cadáver. Fuera de este mundo.
Ahogué un grito en mi garganta y mordí mi labio. El yo de 7 años se liberó del abrazo de su sollozante madre y salió corriendo hacia la puerta de casa, ignorando los gritos de su madre, que le prohibían hacer lo que estaba a punto de hacer. Aunque debió suponer que era normal, pues no puso demasiado ímpetu en detener al niño en que saliera a la calle.
Corrí y corrí. Tanto como mis pequeñas piernas me lo permitían. Hacía un par de días me había caído al suelo jugando con Hyouko, y me había hecho bastante daño en la rodilla derecha, pero eso ahora no importaba. Iba a ir a verla.
Las lágrimas que no quise derramar en frente de mamá comenzaron a caer por mis mejillas sin que me diera cuenta. En un primer momento pensé que serían algunas de las gotas de la incesante lluvia que caía sobre mi cuerpecito, pero éstas eran demasiado cálidas como para ser simple agua que se precipitaba condensada desde las nubes. Me costaba trabajo mantener el aliento y coordinar mi acelerada respiración con la desenfrenada carrera contra mí mismo hasta la casa de Hyouko, pero en ese momento no pensaba en nada más que no fuera estar con ella. Convenciéndome a mí mismo de que era mentira, de que mañana íbamos a volver a jugar como solíamos hacer.
Me planté frente a su casa. Pulsé tímidamente el timbre que tan acostumbrado estaba a usar para llamar a mi amiga y salir a jugar.
Nunca tardaba más de un minuto en contestarme con su dulce y alegre vocecita.
Esperé y esperé.
Nadie contestó.
La fría lluvia comenzaba a calar cada vez más hondo en mi cuerpo, pero no me importaba. Poco a poco, el aguacero iba aumentando en intensidad, pero aquello era un mal menor. Quería ver a Hyouko. Eso era todo lo que importaba en aquél momento.
Esperé de pie. Pasaron unas dos horas hasta que mi madre vino a buscarme. Pataleaba y gritaba hasta desgañitarme, diciendo que quería verla. Que no estaba muerta. Que me estaba mintiendo.
Pero tuve que aceptar la realidad, y hacerme a la idea de que no iba a verla más.
Y desde aquél día, odio la lluvia.
La campana de clases me hizo volver a la fecha actual en el tiempo tras mi pequeña escapada a mis recuerdos. Ni siquiera me había percatado de que casi todos mis compañeros de clase ya habían recogido sus cosas y salido del aula. Parpadeé. Estaba algo adormilado.
Al abrir los ojos nuevamente tras haberlos cerrado durante milésimas de segundo, pude notar que mi vista estaba algo distorsionada y mis ojos estaban, de algún modo, calientes.
Me llevé las manos a los ojos. Era lo que me había temido: lágrimas. Nada inesperado, a decir verdad. Ni siquiera me había dado cuenta de cuándo éstas se habían empezado a acumular. Con el puño de la manga del uniforme sequé las furtivas gotas que se habían escapado sin permiso, y eché un último vistazo a la ventana a mi izquierda antes de coger mis cosas e irme a casa.
El sol le había ganado la guerra a los nubarrones y ahora relucía, débil pero majestuosamente. Los rayos de luz blanca se refractaban en las minúsculas gotas de agua que humedecían aún el ambiente, aunque hubieran dejado de precipitarse.
Los pequeños cristales de hielo que se habían formado gracias a las bajas temperaturas fueron el detonante de semejante maravilloso fenómeno que podía apreciar ante mis ojos, abiertos como platos de la mera sorpresa.
Un arcoíris… no, no era un arcoíris normal.
Era la sonrisa de una niña pura e inocente. La sonrisa de un ángel que me miraba desde el cielo. Esperando que cumpliera su promesa.
Hyouko me estaba sonriendo a través de ese arcoíris inverso que rozaba el suelo.
Mi cuerpo se movió solo. No podía esperar más. Era aquella señal.
No cabía duda alguna. Los colores del arcoíris estaban invertidos, empezando desde el violeta, siguiendo con el añil, el azul, el verde, el amarillo, el naranja y el rojo, que acariciaba el suelo que mis ojos podían ver. Ése era el lugar donde debía buscarlo. El otro lado del arcoíris.
Desprovisto de paraguas o cualquier otra forma de resguardarme de la lluvia, caminé despacio, como en trance; mi mente únicamente guiada por el deseo de reencontrarme con la chica, mis pasos y mi lugar de destino sólo dirigidos por unos débiles colores que acariciaban el suelo y me invitaban a tocarlos. Extendía mi mano, pero aún no llegaba… Aún no había llegado. Sólo podía ver la sonrisa de Hyouko enviada desde el cielo a través de esos difuminados siete colores en el cielo.
Ya nada importaba. Ya no podía sentir el frío, ni el cansancio, ni la tristeza, ni la sensación de agobio al pensar que debía ir a mi casa. Sólo importaba ese arcoíris inverso. Mis pasos, que en un principio eran lentos, como sumergidos en una hipnosis apática, decidieron tomar un nuevo ritmo frenético. Comencé a correr. Corrí tanto o más como en aquél día de hacía 10 años. El día en el que perdí a todo lo que me importaba. Y ahora estaba allí, esperándome al otro lado del arcoíris. Sonriendo. Riéndose de mí. ¿Se estaba burlando acaso? ¿Pensaba que no sería capaz de llegar?
“Espérame, Hyouko” murmuré mientras aceleraba el ritmo de mis piernas. Mi mente quedó desnuda. Me deshice de todo lo que ocupaba mi alma. ¿Acaso en ese momento importaba algo más?
Mis padres. Siempre los he querido, como es natural querer a unos padres, pero nuestra relación no fue nunca especialmente buena ni mala. Con mi madre tenía más cercanía que con mi padre, eso sí. Ambos tenían sus cosas buenas y malas, como todo el mundo, pero siempre me lo habían dado todo.
Me olvidé de ellos.
Esa chica, Sayaka. Había perdido la cabeza por ella: desde secundaria llevaba loco por sus huesos. Era preciosa, inteligente y amable: lo tenía todo. Pero nunca me había hecho caso. Había conseguido reunir el valor suficiente para declararme a ella no hacía más de una semana, pero no había sido capaz de darme una respuesta, lo cual me había tenido sin dormir desde entonces.
Me olvidé de ella.
Mis amigos. Ichirou, Kouichi y Takashi. Solíamos salir juntos después de clases. Hablábamos de tías, como es normal a nuestra edad, salíamos por ahí a beber y a hacer el idiota. Los conocía desde hacía bastante tiempo, y no recordaba prácticamente ningún momento en el que no estuviera con ellos. Nuestros lazos de confianza eran estrechos, puros y eternos. Nunca habría traicionado a ninguno de ellos, al igual que ellos a mí tampoco. Les podría entregar mi vida, que sabría que estaría en buenas manos. Nos habíamos apoyado los unos a los otros siempre.
Me olvidé de ellos.
Me olvidé del instituto. Me olvidé de mis vecinos. Me olvidé de esos hijos de puta que se metían conmigo en el colegio. Me olvidé de la música que solía escuchar todo el día. Me olvidé de la buenorra de la profesora de Química. Me olvidé de las páginas porno que solía visitar. Me olvidé de que aquella noche había quedado. Me olvidé de la comida que me gustaba. Me olvidé de lo que había hecho ayer.
Me olvidé de lo que me gustaba.
Me olvidé de mi nombre.
Me olvidé de mí mismo.
Me olvidé del miedo a la muerte.
Solo había una cosa en mi mente.
El arcoíris. Ir hacia ese otro lado.
Y ver a la chica de ojos verdes.
“Hyouko”
“¿Es aquí donde quieres que vaya?”
El viento sopló con fuerza, agitando las hojas de los árboles que había cerca de mí. En cualquier otro momento me hubiera dado cuenta del estruendoso ruido de éstas.
Pero yo no escuchaba hojas. Escuchaba que el viento me susurraba al oído.
“Sí”
Mis ojos se abrieron. Había estado caminando con los ojos cerrados todo ese tiempo. Y sin embargo, no había notado nada. Al ver mis piernas, pude ver que había heridas y rozaduras, probablemente de haberme caído al suelo, pero no me di cuenta hasta que lo vi. No había sentido nada. Mi mente estaba en trance.
Pude ver dónde me encontraba.
El borde de un precipicio se erigía ante mí. Poco me importaba eso. Era secundario. Completamente. Eso no era lo que importaba.
El ansiado arcoíris inverso se mostraba majestuoso ante mis ojos, que sólo podían abrirse como platos ante tal visión. Los colores penetraban en mis retinas como nunca antes los había visto. No solo los veía: los podía oír, oler, saborear en el viento.
Pero aún no los tocaba.
Extendí mi brazo, sólo para comprobar decepcionado que apenas me quedaban un par de centímetros para poder tocar los siete colores. No llegaba. Tendría que acercarme un poco más.
En cualquier otra situación, mi sentido común se hubiera disparado como un loco. No era el único de mis sentidos que percibía el peligro, pues el frío que se precipitaba a mi piel desde la parte de abajo del acantilado y el vacío bajo las puntas de mis pies me intentaban advertir de que huyera. Mi vértigo ya me hubiera prevenido de acercarme tanto a ese lugar.
Pero.
Nada importaba.
“Un poco más, Hyouko… Y podré estar contigo al otro lado del arcoíris”
“Takumi… Te estoy esperando aquí…”
Mis dedos tocaron algo que me recordó al cristal. Y al terciopelo a la vez. Era frío como el hielo, pero caliente como el fuego. Era suave y pinchaba al mismo tiempo. Pero era una sensación maravillosa.
¿Es esto el arcoíris?
La sonrisa de mi cara se vio mojada por las lágrimas que caían por mis mejillas y llegaron a mis labios. “Por fin, Hyouko… Voy a llegar al otro lado del arcoíris… Vamos a estar juntos y ser felices”
Pero, justo cuando estaba a punto de abrazar el sentimiento de libertad y felicidad plena en mi alma, y cuando iba a alcanzar el arcoíris con mi cuerpo entero, atravesando la barrera de los colores con mi alma y ser, caí.
El color, la maravillosa sensación que experimentaban mis cinco sentidos, se desvaneció entre mis dedos. Ya no pude tocar nada.
Mis ojos se cerraron de golpe. Ya no pude ver nada.
El indescriptible y dulce olor que emitía algo que debía ser meramente visual ya no existía. Ya no pude oler nada.
El sabor que despertó la sensación de felicidad en mis papilas gustativas y se extendía por todo mi cuerpo se tornó aire. Ya no pude saborear nada.
El sonido del viento se apagó, o mis oídos se cerraron al mundo, ¿qué sabía yo? No percibía nada de la melodía de los colores. Ya no pude oír nada.
¿No pude oír nada?
Yo no estaría tan seguro.
“Te mentí, Takumi.
No hay felicidad al otro lado del arcoíris”