Nueva versión (extendida) de la historia. Rate it:
En el sur de la argentina se yerguen un sinfín de ciudades y pueblos turísticos que son admirados y visitados por gente de todo el mundo, debido a su encanto cultural que aparentemente convive en armonía con los esplendorosos paisajes que allí se encuentran. Ésta zona cuenta con montañas, lagos y todo lo que un amante de la naturaleza pueda necesitar; es el sueño de todo aquel que disfrute de escaparse de las grandes urbes de cemento y altísimos edificios. A pesar de esto, el encanto coexiste con un incontable número de leyendas urbanas que estremecerían a cualquier visitante. Son tan profundos y reales que hielan la sangre a quién lo escuche, ya sea el hombre más escéptico o la mujer más orgullosa.
Uno de los mitos más antiguos se da en la ciudad de San Carlos de Bariloche, en la provincia de Río Negro, en uno de los bosques más pródigos de la zona: Circuito Chico. Crease o no, la historia asegura qué cualquiera que vagase el suficiente tiempo en el lugar durante una noche de luna llena se encontrará irremediablemente con una cabaña maldita. En el interior de la misma (existen diversas versiones, pero todas concluyen en el mismo intrépido final) se encuentran las maravillas más perversas y los sueños más mórbidos que uno pueda imaginar. “Es el infierno mismo, enserio, ahí adentro probablemente esté el Diablo”, suelen remarcar los más entusiastas en busca de mayor receptividad.
A simple vista se trate de un mito más, sin embargo su intrincado misterio surge de la latente creencia de los jóvenes del poblado en él. No es algo más, es real, o eso creen ellos. Lo que sí está claro es que nadie nunca intentó comprobar su veracidad, sólo se encargaron de aumentar los detalles y de generar un clímax sombrío para concebir una realidad alternativa en la que cualquier hombre y mujer que se lo proponga puede enfrentar a los más temibles demonios del inframundo. Como siempre, y para que éste clímax funcione, también hay personas que testifican a favor del ambiente y comentan cómo llegaron a tener un mínimo contacto visual con la choza, y rectifican su valor alegando que no entraron por temor a no volver a la realidad.
El origen de todo esto remonta a otra historia –bastante más creíble, a decir verdad- local. Un antiguo poblador, incapaz de sobrellevar la muerte de su hijo de veinte años en un accidente casero, se instaló en el bosque y vivió aislado de la sociedad durante tres años, hasta que un inesperado incendio acabó con la cabaña en la que moraba. Lo interesante es que nunca se encontró su cuerpo, y eso fue muy aprovechado por las diversas aristas que tomó el asunto, que variaban desde el punto más ocultista hasta extremos más racionales. Una de las principales teorías fue que el viejo era un avanzado ocultista y mientras trataba de recuperar el alma de su hijo abrió accidentalmente un portal hacía otra dimensión.
La idea obsesionó a muchos habitantes del lugar, aunque Santiago López, un joven estudiante de cinematografía, fue el único capaz de llevar esa curiosidad al siguiente nivel. Se encaminó solitariamente al bosque en busca de escenas reales para su próximo y más grande proyecto audiovisual de horror. Sin dudas, como comentaban sus amigos (en especial Pablo Hill, su mejor amigo), era un individuo especial, lleno de alegría y entusiasmo; siempre era capaz de llevar sus asuntos hasta las últimas consecuencias. Y vaya que era verdad, no sé daba por vencido en ningún caso, mucho menos si estaba relacionado con su carrera artística. Sin embargo esa persistencia en el asunto de La cabaña le costó demasiado caro, tuvo que pagar con su propia vida.
La noche previa a su aventura, Santiago estuvo compartiendo ideas con sus viejos compañeros de escuela, quienes siempre lo apoyaron, y aquella vez no fue la excepción. Inconscientes del grave peligro que corría su amigo, lo arengaron a seguir adelante con su proyecto. Frases como “será el mejor trabajo de horror que haya visto” y “cuando esté terminado será un éxito, ya verás, estás yendo más allá de la visión del terror convencional” se catapultaban como pesadas bombas cargadas de presión sobre el chico de veintitrés años, no obstante, fiel a su estilo, no sé dejo sofocar por las palabras de aliento.
El único que permanecía callado en aquella templada noche era Pablo Hill, porque él sabía. El estaba al corriente de todo ya que había estado ahí, en el bosque y en la cabaña, a pesar de que no se lo contó a nadie. Fue una experiencia pavorosa, ni siquiera recuerda como logró escapar, le tiemblan las manos y le suda la nuca al recordarlo, pero él conoce los secretos. Siguió sin decir una palabra por el ferviente miedo que lo acechaba, aunque le adjudicó una causa mucho más banal: si ir a investigar la zona hace feliz a su amigo, no lo podía objetar. De todos modos probablemente no le preste atención.
Cuando el encuentro estuvo a punto de culminar, el intrépido protagonista comenzó a planificar y alardear sobre su viaje. A las once de la noche, aproximadamente, buscaría un taxi entre la extensa fila que yacen en frente del viejo Cine Arrallanes, en donde la calle Moreno se transforma en San Martín, y se dirigiría al complejo hotelero Llao-Llao. Tardaría media hora, o tal vez cuarenta minutos en llegar a su primer destino. Una vez ahí comenzaría a caminar por el camino asfaltado que rodea el Puerto Pañuelo y en cuanto haya caminado algunos kilómetros se metería por fin al bosque que –como explicaba- ya había comenzado a manifestarse a los lados de la carretera anteriormente. Dentro de la arboleda buscaría alguna toma dentro y fuera de la choza, y luego volvería a casa para editarlas. La tarde previa, por otro lado, estaría cargada de preparativos técnicos que no mencionó por temor a aburrir a los oyentes.
La noche del acontecimiento finalmente llegó, y con ella las preocupaciones comenzaron a aflorar, sobre todo las de Pablo, quién intentó llamar a su amigo para que abortase la idea de marcharse a Circuito Chico en lo que muy probablemente sería una muerte segura, no importaba el proyecto en el que trabajaba, aunque no tuvo suerte en sus intentos, el celular estaba apagado. Mientras la llamada y las suplicas se perdía en el buzón de voz, Santiago, decidido, se dirigió a una remissería aledaña a su departamento –contrariando lo comentado horas antes en su encuentro con sus amigos- y esperó durante quince minutos por un auto que lo llevase directamente al Puerto Pañuelo.
El recorrido en el moderno Volkswagen Golf fue en su totalidad apacible, transcurrió impetuosamente mientras el conductor y su cliente entablaban una fogosa conversación acerca de la política local. De hecho fue tan así que Santiago, una vez que llegaron al kilómetro 23 por la avenida Ezequiel Bustillo (a poco más de un kilómetro del puerto), comenzó a creer furtivamente que el chofer había elevado demasiado la velocidad, a un punto abstractamente alto que los movió de un punto de la ciudad al otro en menos de un santiamén. Al ver en su reloj de muñeca que habían pasado más de cuarenta minutos tomó noción de la realidad y comprendió que el viejo hombre detrás de ese remisse necesitaba compañía.
Una semana después de ese día, en una tarde lluviosa de Julio, la policía local dio su comunicado final sobre el extraño caso del hombre de veintitrés años desaparecido días atrás en las cercanías del hotel más importante de la ciudad; tras una semana de implacable búsqueda habían llegado a la deliberada decisión de cerrar el caso, alegando que por diversos inconvenientes judiciales no podían continuar trabajando en la zona. Tras el comunicado, todos los habitantes de la zona comprendieron que se trataba de una cortina de humo, un intento desesperado por encubrir el asunto y no manchar la imagen de la ciudad, que ya contaba con muchos inconvenientes. Aparentemente la coartada funcionó, algunas semanas después ya nadie hablaba de lo acontecido.
Quienes verdaderamente sufrieron la pérdida fueron la familia de la víctima y las personas a la que consideraba amigos, esos con quienes había pasado la noche anterior a su desaparición, los que aumentaron su euforia y lo llevaron a su –muerte- desaparición. Todos permanecieron consternados durante mucho tiempo, no sabían cómo reaccionar ante semejante contexto. No estaban preparados para algo así. Entre ese grupo de personas estaba Pablo Hill, el que sabía. Él estaba destrozado interiormente y luchaba diariamente en un infierno de pensamientos y sensaciones cruzadas por salir adelante. No era nada fácil, y mucho menos con el remordimiento que le generaban sus pensamientos: podría haber salvado a su amigo sólo con abrir la boca aquella noche.
Tras cierto tiempo de duelo, probablemente en una época más cercana a la primavera, Pablo se volvió a reunir con el resto de sus compañeros, que compartían el profundo desprecio hacía sí mismos, para hablar el tema. Pensaban que era la mejor opción, necesitaban respuestas. Posteriormente a una cena en la que nadie dijo más que “dame otra porción, por favor”, comenzaron a darle vueltas al asunto y llegaron a la enmarañada decisión de ir al lugar de los hechos a buscar respuestas, de cualquier tipo. También pactaron qué debían ir las personas más estables emocionalmente y cercanas a Santiago: Jennifer Díaz, su novia, Daniel Pinnar, su compañero de facultad, y, por supuesto, su mejor amigo.
Cuando mencionaron su nombre, a Pablo se le heló la sangre, el corazón le dio un vuelto y corría a un ritmo tan irregularmente alto que por un momento pensó que podría saltarle del pecho. Incluso lanzó un leve graznido antes de aceptar orgullosamente la propuesta.
No quería ir porque él sabía.
En cuanto encontraron un día de Luna llena, los tres muchachos elegidos para aquella búsqueda emprendieron su marcha, tan incierta como pretensiosa. No conocían los riesgos que afrontarían y claramente no estaban preparados para ello. Cuando llegaron a Llao-Llao, lugar en dónde finaliza el recorrido del colectivo barilochense número 20, las preocupaciones empezaron a empeorar gradualmente. A Jeniffer le temblaban las manos mientras se comía las uñas, denotando un nerviosismo latente. Daniel, por su parte, no paraba de mirar alrededor y hacía atrás buscando Eso que lo perturbaba, haciendo una serie de movimientos espásticos y muy innaturales con la cabeza. Cualquiera que los hubiese visto en esas condiciones habría afirmado que presentaban serios desequilibrios mentales. El único que no estaba nervioso era, sorprendentemente, Pablo Hill.
Porque él sabía.
En cuanto dieron sus primeros pasos dentro del bosque, luego de caminar al menos un kilómetro y medio por el sendero asfaltado, estos gestos se perdieron entre la estruendosa oscuridad y le dieron paso a una serie de gemidos y quejidos provenientes de la garganta de Jennifer.
Mientras avanzaban, se escuchaban centenares de crujidos y escalofriantes pasos detrás de ellos, lo cual asumieron –en un intento exasperado por mantener intacta la cordura- que sólo era producto de la sugestión del momento. Desgraciadamente para ellos, la sinfonía de fatídicos sonidos no cesaron, incluso comenzaron a empeorar a medida que pasaba el tiempo. Un paso por acá (¿quién anda ahí?), una sombra por allá (¿¡qué está pasando!?). Poco a poco el grupo comenzaba a desmoronarse, perdieron la noción de la realidad y el bosque los aprisionó. No sabían a donde ir.
Por un momento, y sólo por un momento, una espesa neblina los rodeó, volviendo imposible la visión a corta y larga distancia. En ese breve lapso de pavor pudieron observar millares de sombras recorriendo el lugar, aunque no podrían definir con claridad si eran reales o no. Estaban ahí, eso sí, pero podían ser producto de un interesante efecto de luz. De un instante a otro la niebla desapareció, descubriendo los petrificados rostros y delatando el intenso miedo que generaba el ambiente.
Caminaron unos veinte minutos más y establecieron el primer contacto visual con la cabaña de la leyenda; era real y yacía ante sus ojos, a escasos metros de su localización, seguramente llegarían allí sin mayor dificultad caminando otros cinco minutos. La simple idea de estar frente a la inminente verdad del asunto despertó los instintos más básicos de Jennifer y Daniel, quienes lanzaron un sollozo superficial. Pablo seguía tranquilo, evidentemente perturbado, pero tranquilo. Esa serenidad estremeció a sus amigos, que no pudieron pararse a pensar dos veces antes de seguir con el camino. Como dicen, es mejor pensar dos veces antes de actuar, y estos jóvenes sucumbieron ante la fatalidad de aquel ingenuo acto.
En el transcurso de esa corta caminata, y por primera vez desde que entraron en aquel sórdido lugar, Pablo masculló algunas palabras de aliento, carente de sentimientos: “vamos chicos, ya casi llegamos. Al fin vamos a conocer la verdad”. El mensaje fue vigorizante para el resto del grupo, que además se vieron aliviados tras la manifestación de vida de su amigo, aunque no dejaban de sospechar de su inquietante tranquilidad. Creían que ocultaba algo importante, que tenía respuestas a ciertas preguntas que se formulaban continuamente en su cabeza y que las ocultaban por miedo.
Al llegar a la puerta de la cabaña, el ambiente se tornó violentamente inverosímil. Jennifer comenzó a despedir una serie de bramidos sin sentido que enmudecieron a los dos hombres, que no encontraban explicación a tal ataque de histeria. “¿Qué está pasando? –breve pausa en la que la joven comenzó a correr sin una dirección aparente- ¿Por qué haces esto? ¡No te hice nada!”. Los aullidos, cada vez más parecidos a siniestras cacofonías, culminaron cuando la muchacha tropezó con la raíz de un árbol y cayó en una especie de pozo, a unos treinta metros de la choza.
En cuanto se escuchó el golpe seco de la caída, Pablo y Daniel, atónitos ante semejante escenario, comprendieron que la vida de su amiga había culminado sin pena ni gloria. Entonces decidieron adentrarse en la edificación, asumiendo que todas las responsabilidades de hacerlo; podrían haberse marchado a casa –hubiese sido lo mejor, sin dudas, hasta ya tenían una historia espantosa para contar y de la cual sacar conclusiones-, y lo hubieran hecho de no ser por la manifiesta obstinación de Pablo por continuar.
Porque él sabía.
Un sinfín de macabro pensamientos rondó la cabeza de los muchachos cuando abrieron la puerta del lugar, aunque finalmente desaparecieron, como desaparecen las olas al llegar a la orilla. Estos pensamientos habían ofuscado a Daniel al punto de hacerle perder el juicio y por un momento intentó atacar al ahora su único compañero, pero de un segundo al otro todo volvió a la normalidad en su interior y se detuvo sin que Pablo se percatara de la amenaza. Al instante sintió una fuerte punzada de vergüenza en el pecho, ¿realmente él quería hacerle daño a su amigo?
Luego de ese santiamén de obcecación comenzaron, casi por instinto y sin decir una palabra, a revisar los cajones y muebles de la planta baja en busca de pistas o pruebas que les fuesen útiles. Realmente buscaban la cámara de Santiago, por supuesto, ahí dormían todas las respuestas que necesitaban. Tardaron alrededor de veinte minutos –una eternidad para quienes enfrentan tanto miedo junto- en encontrar la EOS Reben T4i, una verdadera joya tecnológica en los tiempos que corrían. Estaba en uno de los cajones de la cocina en el ala oeste del terreno, y tenía ligeras magulladuras en los costados que denotaban un perceptible maltrato.
El artefacto no reaccionó cuando intentaron encenderlo, lo cual generó un dejo de amargura y desazón en los muchachos, quienes golpearon duramente la pared en busca de algún tipo de descargo. Quien sí reaccionó, y lo hizo alevosamente, fue la mismísima cabaña; se dio un fuerte estremecimiento interno que hizo repiquetear los pocos vidrios de la habitación. Junto a ese leve tintineo estalló un Déjà vu en forma de mal chiste, estropeando los nervios de Pablo: “¿Qué está pasando? -aulló Daniel- ¿Por qué haces esto? ¡No te hicimos nada, eres un monstruo!”.
En ese momento Pablo pudo sentir como todos y cada uno de sus nervios estallaba virtualmente, mientras sentía como se erizaban los pelos de todo su cuerpo. Además, su corazón comenzó a latir más rápido que nunca. Ya había escuchado tres veces la misma mierda, y no quería volverlo a hacer. Una vez finalizados los gritos, Daniel tomó un cuchillo oxidado de la cocina y sin vacilar un segundo se cortó el cuello. Pablo se tapó los ojos, pretendiendo imaginar que no había visto nada, y tras un minuto de silencio sepulcral se dirigió a la escalera sin un motivo definido.
Mientras se escurría por los primeros escalones recobró por completo toda su humanidad, empezó a sentir miedo. Había vuelto, otra vez había vuelto aquella entidad que tanto pánico le causó anteriormente. Si, la podía sentir, estaba en todos lados y en ninguno al mismo tiempo. Atrás cuando avanzaba, adelante cuando volteaba, arriba cuando especulaba y siempre presente en su interior. Era absoluta. A pesar de no ver absolutamente nada sentía tanto horror que su corazón dio un vuelto, otro más.
Pese a estas sensaciones decidió seguir subiendo para darle punto final a su sufrimiento. Ahora se trataba de él, quería resolver sus problemas. Imaginó que si seguía adelante todo se evaporaría (dejaría de saber) y podría salir pacíficamente. Cada uno de sus pasos reafirmaba esa idea, y poco a poco se transformó en una afirmación. Estaba seguro de que si continuaba y luchaba contra sus quimeras personales, Eso, sea lo que fuere, dejaría de seguirlo y podría volver a vivir plenamente.
Cuando por fin llegó al primer piso una agobiante tristeza lo tomó por sorpresa y no pudo evitar que algunas gotas brotaran de sus ojos, a pesar de no saber por qué. El desconcierto sólo le duró unos segundos, ya que tras voltearse se encontró con una espantosa escena en dónde encontró a Santiago; estaba colgado del techo y sus pies rozaban el alfeizar de una ventana que flotaba en medio del ala sur del cuarto. Junto a él, esperando a su invitado, se encontraba el extraño y poderoso ente, aunque entonces no era más que un tenue reflejo.
En un segundo ese destello se transformó en realidad y mutó en un extraño ser que carecía de cualquier rastro de humanidad, era lo que Pablo quería ver (¿o no?). No poseía facciones definidas ni una coherencia existencial, era más bien un todo y una nada, un ser que englobó todos los miedos de su presa. Pablo soltó un respingo al entender que lo estaba observando detenidamente y que poco a poco se acercaba a él, intentando atraparlo una vez más en sus garras, o tal vez tratando de terminar su trabajo.
Entonces, el chico atinó una serie de pasos que lo llevaron a la escalera, estaba dispuesto a volver. No sabía por qué había querido subir, le parecía una estupidez siquiera haber pensado en eso, no lo podía entender. De todos modos, y llegado el caso, eso no importaba ahora; ese ser lo perseguía y se encontraba en una carrera a contra reloj para salvar su vida. Era el único que conocía lo (¿verdad?) ocurrido y sin su testimonio, la gente jamás estaría al tanto de los peligros del bosque.
En el momento en que alcanzó el antepenúltimo escalón, se tropezó con sus propias piernas y cayó sobre el descanso que se encontraba a quince centímetros del suelo, golpeándose brutalmente la cabeza contra el suelo. Pronto se puso de pie y comprendió que en la caída había extraviado la filmadora de su amigo, sin la cual sus palabras no podrían obtener ninguna credibilidad, así que empezó a buscarla desesperadamente entre la penumbra. No estaba frente al lavatorio, ni cerca de la puerta. Levantó la mirada y vio que el ente al cuál tanto temía tenía entre sus manos lo que deseaba, era una especie de burlesca prueba.
En aquel momento una avalancha de emociones tomó su mente por sorpresa, no sabía qué hacer. Podía escapar haciendo caso omiso al resto, pero sus amigos y la sociedad en general lo condenarían por los crímenes de sus amigos, porque tarde o temprano los encontrarían. Analizó la situación durante unos segundos y llegó a la irrevocable decisión de huir y llevarse la cámara consigo, no importaba cómo. Corrió con todas sus fuerzas hacía la puerta y antes de llegar a ella arrebató el objeto de las manos de su enemigo (¿siquiera existía?).
Pablo, victorioso, giró el pomo de la puerta y mientras la abría sintió un profundo dolor en el corazón que casi lo obliga a conceder su marcha para entregarse a las manos de la muerte, y lo hubiese hecho sin problemas de no ser por el recuerdo de sus fallecidos amigos que aún prevalecía en su mente. Miró de reojo tras su hombro y se encontró con que la entidad lo había apuñalado con uno de sus brazos (tentáculos) desde la espalda, aunque siguió adelante, por fin estaría a salvo y fuera de la cabaña.
Ya afuera comenzó a correr con todas sus fuerzas, sin mirar atrás como regla de oro. Corrió y siguió corriendo sin sentir cansancio ni dolor, sólo corría asegurándose a cada instante de contar con la correa de la filmadora sobre su cuello. En el camino encontró árboles, arbustos y troncos caídos que no hicieron más que aumentar su nivel de agilidad; no esquivaba los obstáculos, los enfrentaba cara a cara en un movimiento casi artístico. Podría decirse que corrió durante muchísimas horas, aunque realmente lo hizo tan sólo por unos cuarenta o cincuenta minutos, recorriendo así cinco o seis kilómetros en un paso regularmente alto que no bajó hasta que se detectó las primeras luces en la ruta.
Cuando llegó a los pies de la vieja camioneta Ford que habían alquilado sus amigos para esperar al grupo que se aventuró en el bosque, y encontró en ella a un grupo de personas adormiladas sólo pudo esbozar un gesto de “vámonos ya”, pues la tanta exaltación había cerrado sus cuerdas vocales. Una vez dentro del vehículo, cobijado por la tranquilidad de la alfombra que recubría la caja trasera, cedió ante el sueño y se dejó vencer para dar paso a una necesaria relajación.
Algunas horas después se despertó exaltado al notar que los presentes lo observaban formando un raudal de preocupación y expectativas; lo miraban de la misma forma en la que un médico forense investiga un cuerpo humano sin vida en busca de anomalías. Sin embargo el desarreglo duró tan poco que hasta pareció imperceptible ya que uno vez que Pablo alineo sus primeras palabras el resto de los presentes se acomodaron, como en un acuerdo tácito, en torno a la formidable cama y empezaron a ver el vídeo que descansaba en el interior de la cámara.
En la grabación se podía ver como alguien asesinaba a sangre fría a Santiago en medio de un cuarto apenas iluminado y luego lo colgaba con una contundente soga al techo. No obstante eso no fue lo peor, aún quedaba algo (un vídeo) más, que poseía un contenido mucho más aterrador y perverso: el mismo sujeto del video anterior estaba asesinando brutalmente a Jennifer y a Daniel, dejando a uno de los cuerpos tirado en un pozo en medio del bosque y al otro en lo que parecía ser una cocina. Una vez finalizado el retorcido festín, el homicida se volvió a la videocámara y captó su propio rostro, logrando sobresaltar a más de uno en la sala. Era alguien a quién ellos conocían muy bien... Era Pablo Hill, el que sabía.