Bueno, después de varios fracasos con mis anteriores proyectos, decidí comenzar de un modo distinto, de una manera menos improvisada y apurada.
Decidí que antes de crear un juego de Pokemon, escribir una base firme en la cual sostener el proyecto, lo que mis anteriores Rpgs no tenían, una mini-serie / novela / lo que sea.
Quiero aclarar que está inspirado en algunos de mis Libros favoritos, es decir que las ideas no son 100% originales, sino que fueron sacadas, además de mi loca imaginación, de distintos libros y películas que he leído y visto.
Cuando la madre de Sutton Drew fallece tras ser asesinada misteriosamente, la Jóven de 16 años no tiene mas remedio que abandonar su hogar en Georgia y volver a vivir con su padre en la localidad de Vancouver, en el estado de Canadá. El brumoso clima gris de Vancouver resulta bastante disgustante para Sutton, al igual que la convivencia con su padre, el cual apenas tiene tiempo para su hija. Tras desvelarse durante una fría noche, explora las catorce puertas de su nuevo hogar.
Trece se pueden abrir con normalidad, pero la decimocuarta está cerrada y tras un tapiz.
Cuando por fin consigue abrirla, Sutton se encuentra con un pasadizo secreto que la conduce a otra casa tan parecida a la suya que resulta escalofriante.
Sin embargo, hay ciertas diferencias que llaman su atención, como la existencia de criaturas con ciertas habilidades fuera de lo cómun, llamados Pokémons, los cuáles conviven con humanos normalmente. Pero sobre todo, encuentra a su Padre y a su difunta madre juntos, los cuáles quieren que Sutton se quede con ellos y no se marche jamás. Dichas versiones, a diferencia de sus verdaderos padres, siempre tienen tiempo para ella, y de esa manera Sutton decide quedarse esa noche en el otro mundo, despertando en el verdadero a la mañana siguiente.
La jóven comienza a visitar cada noche el otro mundo, en el que encuentra versiones alternativas de sus verdaderos vecinos y amigos. Durante una visita, Sutton se encuentra con un 'Pokémon', llamado Jake, dotado con la capacidad de hablar, con la que le advierte del peligro que corre en el lugar, aunque no le presta mucha atención. Después de tres noches, la otra madre le ofrece a Sutton la oportunidad de quedarse en ese mundo para siempre con la condición de ofrecerle la vida de su verdadero padre. Sutton, confundida y algo aterrada se niega y decide volver a casa durmiendo; pero no puede y es encerrada en un espejo.
Allí se encuentra con Jake, el cuál le cuenta que la otra madre lo engañó a él con las mismas promesas que a ella, y al ofrecer la vida de su Madre, fue engañado y convertido en Pokémon. Con la ayuda de Jake, Sutton escapa hasta su hogar, lo que provoca la eliminación de Jake. Una vez en casa, el padre de Sutton está desaparecido... ¿Qué hará ahora Sutton?
Los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos.
G. K. CHESTERTON
G. K. CHESTERTON
Dejé pasar dos semanas desde el día en que me enteré de que alguien acababa de matar a mi madre antes de hacer algo -lo que fuese- aparte de meterla bajo tierra en un ataúd cerrado, cubrirla de rosas y llorar su muerte.
Llorar a mi madre no la haría volver de entre los muertos, y desde luego tampoco iba a hacer que me fuera mas llevadero pensar que la persona que la había asesinado andaba viva por alguna parte, contenta con su miserable estilo psicopático, mientras mi madre yacía rígida y blanca bajo dos metros de tierra.
Esas semanas siempre permanecerán envueltas en una neblina que se niega a disiparse. Me pasaba todo el rato llorando, la vista y la memoria enturbiadas por las lágrimas. Mi llanto no podía ser mas involuntario. Además de ser mi madre, era mi mejor amiga. Aunque había pasado el último mes con su nuevo marido, no parábamos de enviarnos correos electrónicos y siempre hablábamos por teléfono al menos una vez a la semana, compartiéndolo todo sin que hubiera secretos de ninguna clase entre nosotras. Cuando me había despedido de ella en el aeropuerto hacía unos meses, ni se me ocurrió pensar que nunca volvería a verla con vida.
El esposo y ahora viudo de mi madre se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto. En Ashford la temperatura era de treinta y seis grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. En la Región de Canadá, al noroeste del Estado de Washington, existe una ciudad llamada Vancouver cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Paul, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California. Y ahora me exiliaba a Vancouver, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar. Adoraba Ashford. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad
que se extendía en todas las direcciones. Lo cierto es que Paul había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente
complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya
me había matriculado en el instituto. Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los
dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi aversión hacia Vancouver.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en la ciudad. No lo consideré un presagio,
simplemente era inevitable. Ya me había despedido del sol. Paul me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, Sutton —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me sostenía firmemente—. Apenas has cambiado.
—Yo también me alegro de verte, papá —no le podía llamar Paul a la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Ashford era demasiado ligera para llevarla en Vancouver. Una de las cosas buenas que tiene Paul es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la
cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al día siguiente.
Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro. Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Ashford, pero físicamente no encajaba en modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Georgia, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca. Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me
engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo por mis carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí? No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido. Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo. Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la
lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo.
Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no
conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un
fino sirimiri.
Llorar a mi madre no la haría volver de entre los muertos, y desde luego tampoco iba a hacer que me fuera mas llevadero pensar que la persona que la había asesinado andaba viva por alguna parte, contenta con su miserable estilo psicopático, mientras mi madre yacía rígida y blanca bajo dos metros de tierra.
Esas semanas siempre permanecerán envueltas en una neblina que se niega a disiparse. Me pasaba todo el rato llorando, la vista y la memoria enturbiadas por las lágrimas. Mi llanto no podía ser mas involuntario. Además de ser mi madre, era mi mejor amiga. Aunque había pasado el último mes con su nuevo marido, no parábamos de enviarnos correos electrónicos y siempre hablábamos por teléfono al menos una vez a la semana, compartiéndolo todo sin que hubiera secretos de ninguna clase entre nosotras. Cuando me había despedido de ella en el aeropuerto hacía unos meses, ni se me ocurrió pensar que nunca volvería a verla con vida.
El esposo y ahora viudo de mi madre se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto. En Ashford la temperatura era de treinta y seis grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. En la Región de Canadá, al noroeste del Estado de Washington, existe una ciudad llamada Vancouver cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Paul, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California. Y ahora me exiliaba a Vancouver, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar. Adoraba Ashford. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad
que se extendía en todas las direcciones. Lo cierto es que Paul había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente
complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya
me había matriculado en el instituto. Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los
dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi aversión hacia Vancouver.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en la ciudad. No lo consideré un presagio,
simplemente era inevitable. Ya me había despedido del sol. Paul me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, Sutton —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me sostenía firmemente—. Apenas has cambiado.
—Yo también me alegro de verte, papá —no le podía llamar Paul a la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Ashford era demasiado ligera para llevarla en Vancouver. Una de las cosas buenas que tiene Paul es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la
cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al día siguiente.
Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro. Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Ashford, pero físicamente no encajaba en modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Georgia, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca. Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me
engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo por mis carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí? No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido. Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo. Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la
lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo.
Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no
conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un
fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y
sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una
jaula.
El desayuno con Paul se desarrolló en silencio. La buena suerte solía esquivarme.
Paul se marchó primero, directo su trabajo, que era su esposa y su familia. Aproveché el momento para explorar la casa y sus alrededores. Recorrí el jardín, que era grande. Al fondo había una antigua cancha de tenis, pero en casa nadie practicaba ese deporte: la valla que rodeaba la pista tenía agujeros, y la red estaba totalmente deshecha. Había una vieja rosaleda llena de rosales enanos consumidos por los insectos; un jardincito rocoso que era todo piedras, y un corro de brujas, es decir, un grupo de húmedos hongos venenosos de color marrón que olían fatal si se pisaban accidentalmente. También había un pozo. Paul me advirtió con gran insistencia de lo peligroso que era, y me aconsejó no acercarme a él. Por eso decidí investigar, para saber dónde estaba el pozo y mantenerme a distancia prudencial. En un prado lleno de matas que había junto a la cancha de tenis, detrás de una arboleda, yacía un círculo de ladrillos de poca altura, semioculto entre las altas hierbas. Para que nadie se cayese dentro, el pozo tenía una tapa de tablas de madera.
Siempre encontraba algo con lo que entretenerme, el instituto, los deberes, limpiar la casa, algo que no me deje tiempo para pensar, ya que una excesiva cantidad de pensamientos me llevaba a la depresión. Pero hoy no tocó suerte, además de ser sábado, estaba lloviendo.
—¿Qué voy a hacer ahora? —me pregunté a mi misma. La casa estaba impecable, tenía los deberes completos y la luz se había ido. Me asomé por la ventana y contemplé la lluvia. No era de ese tipo de lluvia que permite salir y caminar, era muy diferente, de la que cae a chorros del cielo y se aplasta contra la tierra. Era una lluvia implacable que en aquel momento estaba convirtiendo el jardín en un espeso lodazal. La noche pasada había descubierto que Paul era incapaz de cocinar otra cosa que
huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. También me percaté de que no había comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra al mismo tiempo que salía a explorar el refrigerador y la alacena. En un cajón que se encontraba sobre un mueble de la cocina, había muchas llaves de distintas formas y etiquetas. Con la vista encontré una con forma de botón, era la más antigua y la mas grande. Me hizo acordar a aquella puerta tapisada que se encontraba en la sala. Decidí ir a averiguar si llevaba a algún sótano, pero no conducía a ninguna parte, sólo daba a una pared de ladrillos. Decidí que no hacia falta llavearlo y devolví la extraña llave a su lugar. Fuera había oscurecido y la lluvia seguía cayendo: tamborileaba sobre las ventanas y empañaba los faros de los coches que circulaban por la calle. Decidí hacer las compras al día siguiente, y me dirigí a preparar una cena improvisada con lo que encontraba en la cocina. En cuanto Paul llegó, la cena estaba lista y servida. Comimos en silencio por unos minutos, hasta que saqué a conversación el tema de la puerta.
—¿Adónde conducía esa puerta, la que se encuentra tapiada en la sala?
—A ningún sitio, cariño.
—Tendría que llevar a alguna parte
Paul dudo unos segundos.
—Cuando en esta casa había sólo un primer piso —explicó mi Padre—, la puerta llevaba a algún lugar. Pero cuando la dividieron en pisos, decidieron tapiarla con ladrillos. Al otro lado hay un piso vacío, en el extremo opuesto de la casa, que está en venta.
Aquella noche había permanecido mucho tiempo despierta. Había dejado de llover, pero, cuando estaba a punto de dormirme, percibí algo que hacía «t-t-t-t». Entonces me incorporé. Había algo que hacía «cric»... ...«crac» salté de la cama y miré hacia el vestíbulo, aunque no vi nada raro. A continuación me dirijí hasta allí. Del dormitorio de mi padre salían unos ronquidos profundos. Me pregunté si habría oído los ruidos en sueños. Pero entonces algo se movió. Era una sombra difusa que se deslizó rápidamente por el oscuro vestíbulo, como si fuera un pedacito de noche. La negra figura entró en el salón, y la seguí con cierta inquietud. La habitación estaba en penumbra. La única luz procedía del vestíbulo, y, de pie en la puerta, proyectaba una gran sombra deforme sobre la alfombra del salón: parecía una mujer flaca y gigantesca. En mi interior debatía entre encender o no las luces cuando ví que la negra figura salía lentamente de debajo del sofá. Me detuve y después atravesé la alfombra en silencio hasta llegar al último rincón de la sala. En esa esquina no había muebles. Encendí la luz. En el rincón no había nada. Sólo la vieja puerta que daba a la pared de ladrillos. Estaba segura de haberla cerrado, y, sin embargo, parecía entornada, un poquito abierta. me acerqué y miré hacia el interior: no había nada, únicamente una pared de ladrillos rojos. Por tanto, cerré la vieja puerta de madera, apagué la luz y me fuí a la cama. Soñé con figuras negras que se deslizaban de un sitio a otro, esquivando la luz, para reunirse bajo la luna.
sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una
jaula.
El desayuno con Paul se desarrolló en silencio. La buena suerte solía esquivarme.
Paul se marchó primero, directo su trabajo, que era su esposa y su familia. Aproveché el momento para explorar la casa y sus alrededores. Recorrí el jardín, que era grande. Al fondo había una antigua cancha de tenis, pero en casa nadie practicaba ese deporte: la valla que rodeaba la pista tenía agujeros, y la red estaba totalmente deshecha. Había una vieja rosaleda llena de rosales enanos consumidos por los insectos; un jardincito rocoso que era todo piedras, y un corro de brujas, es decir, un grupo de húmedos hongos venenosos de color marrón que olían fatal si se pisaban accidentalmente. También había un pozo. Paul me advirtió con gran insistencia de lo peligroso que era, y me aconsejó no acercarme a él. Por eso decidí investigar, para saber dónde estaba el pozo y mantenerme a distancia prudencial. En un prado lleno de matas que había junto a la cancha de tenis, detrás de una arboleda, yacía un círculo de ladrillos de poca altura, semioculto entre las altas hierbas. Para que nadie se cayese dentro, el pozo tenía una tapa de tablas de madera.
Siempre encontraba algo con lo que entretenerme, el instituto, los deberes, limpiar la casa, algo que no me deje tiempo para pensar, ya que una excesiva cantidad de pensamientos me llevaba a la depresión. Pero hoy no tocó suerte, además de ser sábado, estaba lloviendo.
—¿Qué voy a hacer ahora? —me pregunté a mi misma. La casa estaba impecable, tenía los deberes completos y la luz se había ido. Me asomé por la ventana y contemplé la lluvia. No era de ese tipo de lluvia que permite salir y caminar, era muy diferente, de la que cae a chorros del cielo y se aplasta contra la tierra. Era una lluvia implacable que en aquel momento estaba convirtiendo el jardín en un espeso lodazal. La noche pasada había descubierto que Paul era incapaz de cocinar otra cosa que
huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. También me percaté de que no había comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra al mismo tiempo que salía a explorar el refrigerador y la alacena. En un cajón que se encontraba sobre un mueble de la cocina, había muchas llaves de distintas formas y etiquetas. Con la vista encontré una con forma de botón, era la más antigua y la mas grande. Me hizo acordar a aquella puerta tapisada que se encontraba en la sala. Decidí ir a averiguar si llevaba a algún sótano, pero no conducía a ninguna parte, sólo daba a una pared de ladrillos. Decidí que no hacia falta llavearlo y devolví la extraña llave a su lugar. Fuera había oscurecido y la lluvia seguía cayendo: tamborileaba sobre las ventanas y empañaba los faros de los coches que circulaban por la calle. Decidí hacer las compras al día siguiente, y me dirigí a preparar una cena improvisada con lo que encontraba en la cocina. En cuanto Paul llegó, la cena estaba lista y servida. Comimos en silencio por unos minutos, hasta que saqué a conversación el tema de la puerta.
—¿Adónde conducía esa puerta, la que se encuentra tapiada en la sala?
—A ningún sitio, cariño.
—Tendría que llevar a alguna parte
Paul dudo unos segundos.
—Cuando en esta casa había sólo un primer piso —explicó mi Padre—, la puerta llevaba a algún lugar. Pero cuando la dividieron en pisos, decidieron tapiarla con ladrillos. Al otro lado hay un piso vacío, en el extremo opuesto de la casa, que está en venta.
Aquella noche había permanecido mucho tiempo despierta. Había dejado de llover, pero, cuando estaba a punto de dormirme, percibí algo que hacía «t-t-t-t». Entonces me incorporé. Había algo que hacía «cric»... ...«crac» salté de la cama y miré hacia el vestíbulo, aunque no vi nada raro. A continuación me dirijí hasta allí. Del dormitorio de mi padre salían unos ronquidos profundos. Me pregunté si habría oído los ruidos en sueños. Pero entonces algo se movió. Era una sombra difusa que se deslizó rápidamente por el oscuro vestíbulo, como si fuera un pedacito de noche. La negra figura entró en el salón, y la seguí con cierta inquietud. La habitación estaba en penumbra. La única luz procedía del vestíbulo, y, de pie en la puerta, proyectaba una gran sombra deforme sobre la alfombra del salón: parecía una mujer flaca y gigantesca. En mi interior debatía entre encender o no las luces cuando ví que la negra figura salía lentamente de debajo del sofá. Me detuve y después atravesé la alfombra en silencio hasta llegar al último rincón de la sala. En esa esquina no había muebles. Encendí la luz. En el rincón no había nada. Sólo la vieja puerta que daba a la pared de ladrillos. Estaba segura de haberla cerrado, y, sin embargo, parecía entornada, un poquito abierta. me acerqué y miré hacia el interior: no había nada, únicamente una pared de ladrillos rojos. Por tanto, cerré la vieja puerta de madera, apagué la luz y me fuí a la cama. Soñé con figuras negras que se deslizaban de un sitio a otro, esquivando la luz, para reunirse bajo la luna.